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Centenario del matrimonio de J.R.R. Tolkien y Edith Bratt

Texto escrito por Mónica Sanz ‘Elanor Findûriel’ (vocal en funciones de la STE y gestora de contenidos de web y redes sociales) como humilde homenaje a Ronald y Edith, y como conmemoración personal.
Es emocionante que este año, en el que se celebra tan notable centenario, también yo vaya a casarme con el amor de mi vida

Se abrochó los puños de la camisa, se ajustó la corbata y paseó nerviosamente por la habitación. Sabía que todo estaba preparado, que no hacía falta pensar en nada más, pero la mente no se le estaba quieta.
El viaje desde el cuartel le había revuelto un poco el estómago, esperaba que el té que le habían traído se lo asentase. Pero los nervios, los dichosos nervios que se le enroscaban en el vientre y le erizaban el vello de los brazos, le llevaron la contraria.
– Oh, callaos – susurró, acercándose al balcón. Respiró hondo. El cielo estaba cubierto, pero no parecía que fuese a llover
.

Las suaves olas del recuerdo le llevaron de vuelta a ese verano de 1904, cuando aquellos dos niños se miraron largamente a los ojos, azul en gris, con una ternura que les rebasaba las pupilas, y se dieron cuenta de que se querían. Él sólo tenía 12 años, pero aquella muchacha pequeña y brillante le había cautivado. Para siempre, pensó en ese momento. No podía quitársela de la cabeza.
Juntos paseaban en bicicleta, juntos se escondían en las frondas del bosque, juntos se imaginaban fuera de la casa de los Faulkner, lejos de La Vieja, viviendo en el campo o junto al mar o en el pleno bullicio de una silenciosa biblioteca. Juntos iban a aquel salón de té, ese en concreto con el pequeño balcón sobre la calle, y jugaban a embocar terrones de azúcar en los sombreros de los viandantes.
Juntos vivían la soledad de la orfandad, compartían sus pequeñas y secretas amarguras e intentaban que Hilary olvidase las suyas. Año tras año su amor se había fortalecido y afirmado rotundamente… y también se había vuelto más osado.

Y lo que tenía que pasar pasó. Su tutor se enteró. Para ser honestos, su rendimiento escolar se había resentido. Pero no necesariamente por ella… pasaba más tiempo entre ensoñaciones y estudios de lenguas extintas y lectura de textos antiguos que haciendo sus trabajos académicos. Sin embargo, a veces, el sonido de la lluvia en los cristales de la clase le hacía pensar en el susurro de la falda de su compañera mientras pedaleaban por las calles empedradas de Birmingham. El ceño fruncido del profesor le traía a la mente la concentrada mueca de su pequeña amiga, que él escudriñaba sentado desde el primer escalón de la casa de los Faulkner, en la penumbra, mientras tocaba el piano para que La Vieja entretuviera a los huéspedes con sus cantos de gallina clueca. Incluso el rasgar de la pluma sobre el papel en el silencio del aula le evocaba el sonido susurrante de la hierba al apartarse de los pies de su amada mientras ella danzaba entre las flores, ambos jóvenes y gozosos como cervatillos en la primavera.

El reloj dio las diez.

Torpe, eso es lo que fue. Torpe e inocente. Una gloriosa tarde de 1909 se habían escabullido de la vista de los demás, cuando el otoño ya languidecía y los libros se amontonaban sobre el escritorio, y habían cogido juntos un tren que les llevó a la campiña. Tan doradas eran las hojas como su esperanza y su alegría, y habían sido completa e inocentemente felices durante el atardecer. Cuando él cumplió 18 años, fueron juntos a una joyería y ella le compró una preciosa pluma. Porque sabes, puedes y debes escribir, ella le dijo. Él ciñó su breve muñeca con un elegante reloj de pulsera, con motivo de su vigesimoprimer cumpleaños. No se imaginaba la vida de otra manera.
Era impensable, en esos momentos de dicha absoluta, que algún día fueran condenados a no verse más.

Más tarde se encontraría escribiendo en su diario, con esa misma pluma brillante y sumido en la congoja «Me han visto de nuevo con una chica, calificándolo de malvado y estúpido. Me han amenazado con interrumpir mi carrera académica si no dejo de hacerlo. Significa que no puedo ver a E. Ni escribirle. Dios, ayúdame. He visto a E al mediodía pero me gustaría estar con ella. Se lo debo todo al Padre Francis, así que debo obedecer«.

El destello del sol mortecino sobre el reloj fue breve y desapareció enseguida, como los copos de nieve que se derriten en la mano y dejan de existir, relampagueando en dirección a su ventana mientras ella pedaleaba en su bicicleta. Aún recordaba el frío del cristal en la punta de su nariz, en su frente, en las yemas de sus dedos, aquel 2 de marzo, contemplando desde su cuarto cómo ella desaparecía en la distancia rumbo a la estación. Al tren, a otra ciudad, otro mundo, otra vida. Otros amigos. Otros brazos.

Un lugar donde él no estaría.

Para no volver.

Se alejó del balcón, con el recuerdo de esa amargura aún latente, como la sorda cicatriz que nunca cura del todo. Lo llamaban. Alguien había venido a buscarlo.
Mientras el coche bamboleaba camino a Warwick recordó el mucho esfuerzo que a partir de entonces puso en sus estudios. Cómo había pensado demostrarle al mundo lo mucho que podía hacer con lo poco que tenía, y cómo su vida se volcaría en ser merecedor del amor y la compañía de ella, con cada fibra de su ser y cada brillo de su mente
.

Mientras las febriles horas de estudio se sucedían semana tras semana, una fecha relumbraba clara entre todas. El 3 de enero de 1913, ese día sería por fin capaz de echar a volar en busca de su amor perdido, ese día tendría permiso de su tutor para volver a buscarla, ese día cumpliría los 21 años. Se encerró en su cuarto aquella mañana tímida, con las manos ansiosas y el temblor latente, escribiendo una carta donde volcó sin ambages su corazón, su deseo, sus ganas, su amor. Lejos de languidecer con el tiempo, como una flor sin alimento, su amor por ella se había hecho cada día más fuerte, hundiendo las raíces en sus entrañas y creciendo sin control posible. Y ya no le cabía en el pecho.

No esperaba recibir tal respuesta unos pocos días después. «Lo siento, pero ya estoy prometida«. Aquellas letras breves y apretadas le dieron ganas de gritar.
No supo cómo, pero de pronto se encontró en la taquilla de la estación, con un billete en la mano y la determinación firmemente posada en la frente. Tres años después de su último encuentro, sus miradas volvieron a cruzarse en la estación de Cheltenham. Él se dio cuenta entonces de que, con tanta prisa, había olvidado llevar un pañuelo.

Parece una tontería, se sonrió en aquel coche camino de Warwick, pero conservé aquel billete durante mucho tiempo.

Tan pequeña. Tan hermosa. La mujer de cabello de cuervo, con su voz melodiosa y sus pies breves, que había cantado para él, y bailado para él, y reído para él, y lo había besado, y lo había abrazado, y le había cogido de las manos. La coqueta compañera, la amiga fiel, la cómplice de travesuras, el alma semejante, iba a casarse con otro.
Fueron muchas las palabras que intercambiaron, muchas las emociones desveladas en aquel paseo por la campiña y aquel frío compartido junto a las vías. Hubo también lágrimas, y temblor, y miedo a medias mientras se buscaban en los ojos del otro ese frío 8 de enero de 1913. Había pasado mucho tiempo para ella, habían pasado muchas cosas. Tardes de frustración arrancándole al piano furiosos impromptu de Schubert o desgarradoras sonatas de Beethoven. Soledad, frío y notas copiadas, una tras otra, en partituras blancas. Negros pensamientos que le susurraban que él se había olvidado de ella. Y el hermano de su amiga Molly, que era un chico decente y adecuado con quien contraer un correcto matrimonio. Y dejar de estar sola, de ser una eterna huérfana, y compartir una vida amable con alguien. Con alguien que estuviera cerca.

Él la tomó de las manos, acariciando la pulsera de su reloj. El reloj que él le había regalado. Tiempo, pensó, tiempo. El tiempo es la respuesta al acertijo. El tiempo era quien les había separado, pero también era quien los había vuelto a unir. Y ahora tenían todo el tiempo del mundo para ser felices. Juntos.

Al atardecer ella estaba entre sus brazos, y lloraba de alegría entre sus besos. Y él no tenía un pañuelo que ofrecerle.

Fue duro desde entonces, pensó mientras bajaba del coche. Más duro de lo que pensábamos.

Ella se vio de repente repudiada de aquella casa que consideraba su hogar por las personas que consideraba su familia. Hubo de mudarse a toda prisa junto con su prima, con quien a veces tampoco se llevaba demasiado bien. Tuvo que abandonar sus tareas y su posición en su Iglesia para comenzar de nuevo en la de él. A veces dudaba y se desesperaba, y él la amaba más por ello. En el reflejo de sus lágrimas y en la determinación con la que se las secaba y seguía adelante veía un eco de su propia y adorada madre.
Un año después de su reencuentro en la estación ella recibió las aguas del bautismo. Aún vivían separados y les aguardaban dos años más de espera, pero sus almas tomaron un gran paso adelante hacia su destino final: estar juntas en la tierra, pero también ante Dios.

Y allí estaban ahora. Él, junto al altar de la Iglesia de St. Mary Immaculate en Warwick, graduado y a punto de ir a la guerra, pero temblando como una brizna de hierba merced al viento. Ella, con su cabello de cuervo y sus manos de pianista, caminando lentamente hacia él, más hermosa de lo que nunca había estado. Era miércoles, como el día en que se habían reencontrado en aquella estación de tren. Un esperado miércoles 22 de marzo de 1916. Tres años después de aquella estación, seis desde que se separaron, doce desde que se dieron cuenta de su amor. Tiempo, sí, el tiempo es la respuesta al acertijo. Y ahora es nuestra hora.

Rebuscó en su bolsillo y acarició en anillo de oro que ansiaba por fin colocar en la mano de su esposa. Ahora todo estaría bien.


Acta matrimonial de J.R.R. Tolkien y Edith Bratt

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«Mi propia historia es tan excepcional, tan errónea e imprudente en casi cada uno de sus puntos, que dificulta el consejo de la prudencia«…

J.R.R. Tolkien y Edith Bratt contrajeron matrimonio el 22 de marzo de 1916, hace hoy 100 años. Desde el momento de su formalización estaban sellando un compromiso que duraría 55 años.
Cuando Edith se dispuso a rellenar el acta, después de una celebración de matrimonio (que no pudo ser una misa pro sponsis pues estaban en Cuaresma, más tarde la celebrarían en la iglesia de San Juan Bautista de Great Haywood) en la iglesia de St. Mary Immaculate en Warwick, se dio cuenta de que nunca le había contado a Ronald que era hija ilegítima. Dudó al rellenar el campo de ‘profesión del padre’ y fue en ese momento cuando se lo contó a su ya esposo. Él dijo amarla más por esa fortaleza. Desde entonces nunca rompieron su compromiso.

«Durante casi tres años no vi ni escribí a mi amada. Fue extraordinariamente difícil, doloroso y amargo, sobre todo al principio. Los efectos no fueron del todo buenos: recaí en la locura y el ocio y desperdicié gran parte del primer año pasado en la universidad. Pero creo que nada habría justificado el matrimonio en base a un amor juvenil; y probablemente ninguna otra cosa hubiera fortalecido la voluntad para dar permanencia a un amor semejante.»

El padre Francis, a pesar de mostrarse reticente a su relación cuando eran más jóvenes, les envió sus bendiciones e incluso se ofreció a oficiar la ceremonia en el oratorio de Oxford, aunque lamentablemente la boda ya estaba preparada.
Fueron de luna de miel a Clevedon, en Somerset, donde visitaron las cuevas de la Garganta de Cheddar. En el tren, nos cuentan sus biógrafos, ambos garabatearon en la parte de atrás de un telegrama de felicitación las nuevas firmas de Edith con su recién adquirido apellido.

«Como tenía una formación romántica, hice de las relaciones entre un muchacho y una joven un asunto serio, y lo convertí en fuente de esfuerzo. (…) Tenía que elegir entre desobedecer y hacer sufrir (o engañar) a un tutor que había sido un padre para mí, más que la mayoría de verdaderos padres, pero sin obligación ninguna, o abandonar el asunto amoroso hasta que tuviera 21 años. No lamento mi decisión, aunque fue muy duro para mi enamorada.»

Su matrimonio fue largo y resistente, como sus propios carácteres. Tuvieron cuatro hijos y estuvieron juntos 55 años, durante los cuales debieron de lidiar con bajos ingresos, enfermedades, crianza de los niños, opiniones encontradas… como cualquier matrimonio que podamos imaginar.

«Mi abuela murió dos años antes que mi abuelo y él volvió a vivir en Oxford. El Merton College le dio alojamiento justo encima de High Street. Le visitaba frecuentemente y me llevaba a comer al Eastgate Hotel. Aquellas comidas eran bastante geniales para un niño de 12 años que pasaba el rato con su abuelo, pero a veces parecía triste. En una de las visitas me dijo lo mucho que echaba de menos a mi abuela. Debió ser muy extraño para él estar solo después de haber estado casados más de 50 años.«(Simon Tolkien sobre su abuelo).

Tolkien falleció en 1973, y está enterrado junto a su esposa en el cementerio de Wolvercote, en Oxford.

«Desde que llegué a la mayoría de edad y al cabo de nuestra separación de 3 años, hemos compartido todas las alegrías y las penas, y todas las opiniones (estando de acuerdo o no), de modo que todavía con frecuencia me sorprendo pensando “Debo decirle esto a E.”… y entonces me siento como un náufrago abandonado en una isla yerma bajo el cielo indiferente después del hundimiento de un gran barco. (…)
En 1904 Hilary y yo tuvimos la súbita experiencia milagrosa del amor, del cuidado y del humor de fray Francis. Y sólo 5 años más tarde (el equivalente de 20 años de experiencia en la vida posterior) conocía a la Lúthien Tinúviel de mi propio “romance” personal, con sus largos cabellos oscuros, su rostro blanco, sus ojos luminosos y su bella voz. Y en 1934 estaba todavía conmigo, y sus hermosos hijos. Pero ahora se ha marchado antes que Beren, a quien ha dejado en verdad manco, pero éste no tiene ningún poder para conmover al inexorable Mandos, y no hay Dor Gyrth i cuinar, Tierra de los Muertos que Viven, en este Reino Caído de Arda
«…

En su lápida se leen los nombres de Beren y Lúthien, personajes del legendarium de Tolkien.

«Ella era (y sabía que lo era) mi Lúthien. (…) Nunca llamé Lúthien a Edith, pero ella fue la fuente de la historia que con el tiempo se convirtió en la parte principal del Silmarillion. Fue concebida por primera vez en el claro de un pequeño bosque lleno de cicuta en Roos, en Yorkshire (…) En aquellos días tenía negros cabellos resplandecientes, la piel clara, los ojos más brillantes que se hayan visto, y podía cantar… y bailar (…)
Por siempre (en especial cuando me siento solo) nos encontramos en el claro del bosque y vamos de la mano muchas veces para escapar a la sombra de la muerte inminente antes de nuestra útima partida.
»

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Bibliografía:

Humphrey Carpenter (ed.) Christopher Tolkien (ed.) The letters of J.R.R. Tolkien. Allen & Unwin, 1981.
Carpenter, Humphrey J.R.R. Tolkien, a Biography. Allen & Unwin, 1977.
Bramlett, Perry I am in fact a hobbit. Mercer University Press, 2003.
Castillo, Gerard 16 Marriages that made History. Scepter, 2015.
Blackham, Robert S. The J.R.R.Tolkien Miscellany. The History Press, 2013.
Duriez, Colin J.R.R. Tolkien: The Making of a Legend. Lion Hudson, 2012.
Hubbard, Susan Writers in Warwickshire. Cosimo Publications, 2006.