En la fría mañana de Oxford las puertas de un pub en St. Giles Street se abren a la rutina de un nuevo día. Un pequeño rincón delante de donde acaba la barra aguarda ofrecer su mesa acaso a un lugareño habitual, acaso a unos visitantes despistados, o quizá a unos ilusionados turistas que tienen marcado el hito de conseguir el trofeo de un selfie con los cuadros que cuelgan en la Rabbit Room por fondo. Tal rutina no se va a ver rota por un hecho sutil e inadvertido. Las rutinas cambian, pero necesitan un tiempo de crecimiento, maduración y de decadencia. La rutina más famosa del lugar, cuando cada martes se reunían allí un grupillo de amantes de los relatos, denominados los Inklings, ya es cosa del pasado. A partir de hoy, el pasado del Eagle & Child acoge y saluda al que era su último Inkling, a un tal Christopher Tolkien, quien hacía años que no hollaba habitualmente el Bird & Baby (como lo llamaba su padre) al haber cambiado las húmedas nieblas de Oxford por la apacibilidad del clima templado del sur de Francia.
Christopher Tolkien, a la avanzada edad de 95 años, ha abandonado la noche del 15 de enero de 2020 los círculos del mundo, sin que probablemente haya recibido en vida el reconocimiento que probablemente se merecía. Y es que, del mismo modo en que Bilbo y Frodo escribieron las más extensas páginas del Libro Rojo de la Frontera del Oeste, y no tan a menudo recordamos que Sam ejercitó su cuota de escritor en él, su padre J.R.R. Tolkien se lleva todos los méritos (sin pero alguno) de haber concebido todo un legendarium de una Tierra Media mítica situada en nuestro propio remoto pasado. Pero tendemos a olvidar que Christopher quizá jugó el papel de Sam contribuyendo también a tamaña empresa.
Es posible que muchos se queden con la denostada idea de una supuesta figura antipática que se precipitó a publicar todo aquello que encontraba, removiendo cajas, de entre todo lo que escribió su padre y que, a pesar de enriquecerse enormemente por hacer lo que hizo y ser hijo de quién fue, no quiso exponenciar su fortuna al no permitir vender más derechos para filmar más películas en modo seriado y hollywoodiense, como a más de medio planeta hubiera gustado.
Eso sería una etiqueta demasiado simplista y equivocadamente sesgada de lo que representó Christopher en la obra de Tolkien y en la divulgación del motivo de la misma. Muchos de los que intuyen algo de verdad en el papel que Christopher ha jugado en difundir y explicar la obra y los leitmotiv con los que J.R.R. Tolkien ponía su aliento en ella, quizá no sepan que Chris también tuvo un papel crucial en que ésta se redactara. De no ser por Chris quizá El hobbit no hubiera sedimentado en papel, negro sobre blanco, y fuera ahora un mero recuerdo sonoro de un relato oral que se contaba en familia para el divertimento del joven y de sus hermanos.
En cuanto a El señor de los anillos, Chris le disputó a C.S. Lewis el papel de mayor crítico, mayor asesor y mayor alentador de J.R.R. Tolkien a perseverar en la maratón de doce años que significó la gestación de tal portentosa obra. Se puede asegurar sin ningún género de duda que, de no haber sido por Lewis y por Chris, hoy la humanidad desconocería la joya que afortunadamente se ha podido atesorar. Emotivos son los episodios rememorados en Cartas de cuando, en 1944, Tolkien enviaba por correo a Sudáfrica capítulo a capítulo a un joven piloto de la RAF llamado Christopher una obra sin título todavía, que abreviaba como El anillo.
Va siendo hora de que desterremos esa imagen de viejo huraño que pudiéramos tener de Christopher Tolkien y reconozcamos que, sin él, nunca nuestros ojos hubieran recorrido los épicos renglones de El silmarillion. El día que tengamos la suerte de visitar Oxford ojalá gocemos de un motivo más para visitar el Eagle & Child, lugar de tertulia en el que Christopher Tolkien participaba de las reuniones de los Inklings. Quizá… el último de ellos.
(Texto de Joan Carles Jové Nirnaeth, socio de la Sociedad Tolkien Española).